“La tradición es una
modalidad de inserción entre la estampa costumbrista y el cuento que toma
próspero impulso con las nuevas aperturas del movimiento modernista en la
década del XIX.” (Nuñez, 1979)
La
palabra “tradición” es polisémica en la medida en que su sentido se ha venido
construyendo y renovando, incluso desde ámbitos diversos; lleva la impronta de
lo coloquial, de la teología cristiana y, recientemente, ha emergido como una
categoría de las ciencias sociales, y en su largo periplo ha venido mostrando
evaluaciones contradictorias.
Por
un lado, la tradición ha sido considerada como una expresión de la permanencia
en el tiempo de una comunidad; en este sentido es una de las formas que asume
la memoria colectiva y una generadora de identidad. Pero desde otro punto de
vista ese anclaje no es otra cosa que un síntoma evidente de la dificultad de
adaptación expedita a los crecientes cambios que exige la vida moderna o el
progreso, cuando no, se ha dicho con frecuencia, una mera conjunción de
ignorancias y simplezas que en muchos casos reflejan una mente obtusa.
Esto
sucede porque la tradición ha sido comprendida en términos de un autoritarismo
irracionalista que sin mayores miramientos traduce la idea de que la
experiencia de las nuevas generaciones no debe contradecir el saber acumulado y
decantado por las generaciones anteriores.
En
síntesis, el concepto de tradición se ha utilizado para definir una cierta
clase de fenómenos sociales o procesos culturales observables, dejando de lado
cuestiones directamente relacionadas con el fenómeno de la tradición vista como
proceso, tales como su origen, el proceso de transmisión y sus actores, su
duración. Así, hay un interés por estudiar la historia de las tradiciones, que
rebase la estricta atención centrada en la función normativa que desempeñan las
tradiciones en la sociedad.
El
uso cotidiano de la palabra apunta, por un lado, hacia todo aquello que se
hereda de los antepasados así como, de una u otra forma, a los actos que se
repiten en el tiempo o que provienen de otra generación. Se habla, entonces, de
tradiciones religiosas, festivas, comunicativas, normativas, técnicas,
estéticas, culinarias, recreativas, etc.
A
diferencia de la tradición viva que se basa en el proceso de transmisión, la tradición
acumulada no se refiere a procesos, sino a contenidos; muchas veces se llama la
tradición de un pueblo a sus artesanías, a sus construcciones, a su comida, a
sus relatos; es decir, a la cuantificación de objetos o creencias que conserva
y que configuran su acervo memorístico y algunas veces se refiere a tradiciones
muertas, que sobreviven sólo como muestra de lo que fueron anteriormente.
En
la tradición no hay sólo la remisión a un pasado colectivo, cuyo mantenimiento
es importante, no se trata simplemente de repetirlo. En el curso de su
desarrollo, la tradición es una combinación de los elementos esenciales, que se
conservan intactos junto a aspectos nuevos que se suman a ella. Porque una
tradición actual no puede conservarse, generalmente, idéntica a la de sus
predecesores, enfrenta distintas situaciones de cambio e innovación.
Los
cambios que sufre en la transmisión son variados y responden a diversas causas;
sus poseedores son los principales responsables de las modificaciones, pero
también deben ser considerados otros aspectos como la memoria selectiva del
grupo, las circunstancias y decisiones en el contexto cultural, e incluso, a
veces, es la realidad quien impone los cambios a la tradición. (Madrazo
Miranda, 2005)
La
transmisión cultural de un conocimiento, práctica, costumbre, mito, etc. jamás
se reduce a una simple reconducción mecánica individualizada; más bien es un
acto de carácter colectivo, como lo atestiguan en todas las culturas los
rituales que la acompañan, trátese de algo de la naturaleza o lo sobrenatural,
del mundo de los hombres, a nivel biológico o social, del pasado, del futuro o
de las necesidades del presente. El estudio de la transmisión revela entonces
que las diversas modalidades a la que está sometida en todas las sociedades no
obedecen solamente a una lógica de eficacia práctica, sino a una “intención
cultural” (Bonte & Izard, 1991)
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